" Subió de la despensa hasta la cocina una pulcra caja de cartón de la que sacó un electrodoméstico ambiguo que igual podría ser una picadora de carne o una destiladora portátil de ambrosía. Pero en realidad era una máquina de hacer pasta italiana, por el simple procedimiento de meterle harina y agua o huevo por un pasadizo de plástico transparente, poner el filtro según el tipo de pasta apetecida y esperar a que salieran las tiernas criaturas, y al adquirir la longitud deseada con un cuchillo bien afilado para irlas cortando y darles la belleza de la regularidad. Pasarse de agua o huevo podía significar una catástrofe y Carvalho comprobó la exactitud del medidor como si en ello fuera la salvación de un pueblo escogido. La máquina empezó a girar y a quejarse y cuando la pasta estuvo correctamente amasada, Carvalho retiró la compuerta de la esclusa y el glaciar de pasta pasó al pasillo de salida impulsado por un émbolo en espiral que la enfrento a la evidencia de filtro, a la fatalidad de la forma, sin respetar su voluntad de ser tagliatelle, spaghetti, lasagna, spaghettini o macarrones.
Carvalho la esperaba con el cuchillo a punto y en cuanto los gusanillos tiernos alcanzaron la estatura de cuarenta centímetros los rebanó y cayeron agónicos en una fuente de duralex donde aún se permitieron algún retorcimiento antes de adquirir el rigor mortis que suelen tener todos los spaghettis tiernos o cocidos, a la espera del próximo genocidio perpetrado por Carvalho contra la cascada de gusanillos tenaces que volvía a salir de filtro prodigioso. El cuchillo en una mano y la otra palpando el montón de spaghettis que se iba formando, Carvalho experimentaba una emoción que él suponía similar a la de Dios cuando hizo evolucionar al rape y lo convirtió en el primate del que saldría el hombre. Harina y agua y el prodigio de una mutación infravalorada por la banalidad que el uso había otorgado a la palabra spaghetti, pero si estos maravillosos filamentos de textura mágica tuvieran un nombre alemán, griego o latino, los tres idiomas no banalizables, serían apreciados como se merecían y dispondrían de un lugar de honor en cualquier Museo del Hombre.
Cubrió la pasta con un paño y salío al jardín en busca de las hojas de salvia fresca, indispensable para el saltimboca y de las de basilico que cultivaba en una maceta para los platos de pasta. La mata de basilico se estaba secando cumplido su ciclo vital, y Carvalho se despidió de ella hasta la próxima primavera. Mientras tanto utilizaría el basilico secado al sol y triturado. Empezó por guisar la saltimboca.
Tajada de carne, hoja de salvia, loncha de jamón y un mondadientes para unir los tres elementos y así hasta catorce cuerpecitos entablillados que debían freirse instantes antes de sentarse a la mesa. Tampoco era laboriosa la preparación de los spaghettis. Picó cebolla, translúcida, rehogándola en mantequilla, aparto la sartén del fuego y vertió su contenido en un cuenco. Por separado batió nata líquida muy fría hasta espesarla y la fue añadiendo a la mantequilla y la cebolla. Luego picó el salmón en trocitos lo suficientemente grandes como para ser detectada su textura por la lengua y los mezcló con la salsa a la que finalmente añadió basilico trinchado. Ya estaba todo preparado a la espera de Fuster, que llegó cargado con sus regalos y señaló imperativamente la chimenea apagada, olisqueó el vino y puso la mesa mientras Carvalho buscaba en la biblioteca el libro que iba a servir de combustible base para la fogata. Eligió un libro de versos de Justo Jorge Padrón y un pequeño librito con dos piezas teatrales de Beckett, La última cinta y Acto sin palabras.
Fuster examinó los libros antes de que Carvalho los desguazara y quemara. "
Fragmento extraído de Los pájaros de Bangkok de Manuel Vázquez Montalbán